LAS CALERAS
Aquella resplandeciente mañana de mediados de julio de 1984 íbamos caminando “a campo a través” por la ancha y espaciosa Muela de San Juan, un pequeño grupo de personas de diferentes edades a paso lento y acompasado.
La conversación era agradable, sabrosa y animada y uno de nosotros, el de más edad, comentó: ¡hay que ver lo bonita que está la Muela tan espesa de pinos, enebros y chaparras, esto es una selva! Pero no os vayaís a creer que esto siempre ha sido así. Recuerdo que cuando yo era niño, hace ya muchos años, parte de ella estaba sembrada de trigo y centeno. Mirad estos montones de piedras llamados majanos: son prueba irrefutable de que nuestros antepasados limpiaban los suelos de cantos y pedruscos para poder sembrar cereal en estas altas y, poco fértiles, tierras.
Conversando sobre diversos temas, andábamos entretenidos, alegres y felices disfrutando con buen humor de aquel espléndido día. En un momento determinado acertamos a pasar junto a un hoyo de mediano tamaño casi cubierto de pinochos altos en el que destacaban, alrededor, montones pequeños de tierra quemada y algunas piedras bastante gordas de color muy blanquecino.
Alfredo Belinchón, a sus casi ochenta años, llevaba la voz cantante y preguntó a los más jóvenes: ¿vosotros sabeis qué cosa es este socavón? Como ninguno contestaba, él dijo con el tono de voz algo elevado, como alumno que se sabe bien la lección: ¡estos son los restos de una calera, o sea, un horno de piedra para fabricar cal! Se quemó hace más de cincuenta años, y éste, precisamente, fue uno de los últimos que se hicieron en el pueblo de Griegos.
Como el valor de las opiniones se ha de computar por el peso, a todos nos interesó el asunto contado por una autoridad en el tema como era Alfredo y, aunque yo había asistido de muy niño, con placer, al sugestivo espectáculo de ver una calera ardiendo situada entre la paridera de los Altillos y el barranco de los Avellanos , le animamos a que nos contara sus recuerdos sobre el desarrollo de esta industria tan común en épocas pasadas.
Mirad, nos dijo: la cal era imprescindible para la construcción de casas, parideras y pajares y también para enjalbegar; así que cuando un grupo de seis u ocho vecinos tenían necesidad de ese material, se ponían de acuerdo para trabajar juntos durante ocho o diez días, que era el tiempo que necesitaban para lograr su propósito.
Normalmente era el mes de abril cuando tenía lugar esa actividad porque no había en esa parte del año demasiado trabajo en el campo. Se habían sembrado en marzo las cebadas, las avenas y otros piensos de primavera y, aún, no era época de sembrar las patatas ni de barbechar y binar las tierras de labor para sembrar en ellas, en la añada correspondiente y rotatoria, el trigo y el centeno a finales del mes de septiembre.
El sitio para fabricar la calera se elegía en función de la calidad de la piedra caliza tan abundante en todo el término municipal. La de la Muela, proporcionaba una cal muy blanca óptima para enjalbegar; la fabricada con piedra en el resto de la demarcación salía más amarilla y se utilizaba, mezclada con arena y agua como argamasa, para unir las piedras con qué construir los edificios y revocar y enjalbegar las paredes de los mismos.
Además, según me recordaba Vicente Romero - participante en este foro - en la construcción de las casas particulares y de otros inmuebles del común, se echaba a la argamasa menos cal de la necesaria, por lo costoso de la obra; no así en la edificación de las iglesias y catedrales merced al poderío económico de las instituciones terrenales de la religión católica. ¡Y qué buena debería ser la mucha cal empleada en la fábrica si nos fijamos en los muchos siglos de duración que tienen esos majestuosos y bellos edificios!.
También la cal se usaba para pintar las hitas separadoras de las fincas y para, con su color blanco en ellas, advertir a los pastores de que tuvieran cuidado y que sus ovejas no se comieran los sembrados de los “piazos” cuando estaba creciendo la cosecha.
La cal también se utilizaba como desinfectante de cuadras y gallineros. Los últimos restos se dejaban a las gallinas para mejorar la calidad de la cáscara de los huevos que ponían. Al fin y al cabo, calcio.
Me decía Vicente que hace unos años, el jardinero de Guadarrama le enseñó que si al invierno se espolvorea cal y se envuelve con tierra, todos los huevos y larvas que después se comen las plantas, desaparecen.
Pero volvamos a la construcción de la calera. Otro factor esencial de ubicación era que el lugar estuviese bien provisto de chaparras, enebros y algún pino seco, utilizados como combustible durante tres días y sus correspondientes noches, tiempo necesario para cocer las piedras del horno y transformarlas en cal, proceso químico utilizado por el hombre casi desde los albores de la civilización.
Elegido el emplazamiento por los que más sabían, el grupo de hombres, montados en sus animales, salía del pueblo en reata transportando a lomos de sus caballerías las azadas, los picos, las palas, los mazos,las hachas y demás utensilios y herramientas precisas para el fin que perseguían.
Llegados al lugar, los más antiguos y expertos construirían el horno; el resto, utilizando los animales durante todas las jornadas, acarreaban primero la piedra para fabricarlo y, después, la leña necesaria para obtener la cal; leña que almacenaban en grandes montones cerca de la boca.
Se iniciaba, a fuerza de brazos, la construcción de la calera escavando en el suelo, casi llano y sin piedras, un pozo circular de aproximadamente cuatro metros de diámetro por dos y medio de hondo. Antes de llegar al fondo, y a dos metros de profundidad, se practicaba un escalón circular de setenta centímetros de anchura, hacia el centro, llamado “rihalda” que servía de base y soporte a la pared que revestían de piedra de buen tamaño desde dicha “rihalda” hasta ras del terreno.
Al fondo, y en el centro, sin recubrir de piedra, se le denominaba “cenicera” por su función de recoger la ceniza y, era, pues, un espacio de cincuenta centímetros de hondo por dos metros sesenta centímetros de diámetro. Los huecos y espacios que quedaban entre la pared y el terreno se rellenaban con la misma tierra sacada del hoyo bien repletada para que no entrara el aire.
En ese momento, ya podemos imaginarnos la calera a medio construir, como un pozo con la pared recubierta de un muro de piedra en todo su perímetro hasta ras del suelo y en un terreno como el que se ha descrito.
A partir de la horizontal del suelo y hasta una altura de metro y medio al aire, la construcción iba cerrándose en forma de bóveda rematada en su centro por una piedra de mayor tamaño llamada “aguijón” que servía para distribuir las fuerzas de la fábrica.
Una vez terminada la bóveda se levantaba una pared recta de más de un metro de altura alrededor de su base. El espacio angular entre esa pared y el cuerpo de la bóveda se rellenaba con piedra picada. A este trabajo final se le llamaba “cargar la calera”.
La leña se introducía por la boca o puerta. Se construía en la parte más baja del terreno y se remataba con un arco de medio punto. En la base, para evitar el descarnamiento del suelo al introducir la leña, se instalaba una losa de buen tamaño llamada “rastrera”.
Durante los días de construcción de la calera y el acarreo de la leña, los artífices iban a dormir al pueblo; encendido el horno ya no podrían hacerlo, pues día y noche ardía alimentado con el trabajo y el sudor de todos, hasta que la piedra quedara calcinada y, por consiguiente, la cal fabricada.
Enfriado el horno, y sacada la cal del pozo, se repartían el fruto de su trabajo a partes iguales y cada cual se llevaba a su casa la porción que le correspondía transportándola en serones a lomos de sus caballerías.
Quizá todo lo que os he contado, con mayor o menor acierto, os haya parecido vulgar y hasta pesado, continuaba Alfredo, pero en este asunto había también otros ilusionados protagonistas: y esos eran los muchachos que acompañaban a sus madres, quizá por primera vez, a llevar la comida de mediodía a sus padres que trabajaban en la calera.
Salían del pueblo en grupo. Las madres cargadas con las cestas de las viandas y, los niños, andaban llenos absolutamente de una gran fantasía y nerviosismo febril que les hacía comportarse como si fueran animalillos tiernos y jóvenes en constante movimiento y desbordada alegría.
Al fin del camino les esperaba un espectáculo fabuloso. Admiraban fascinados aquella, gran para ellos, masa de fuego, humo y piedras en mitad del bosque. Chillaban maravillados y corrían más ligeros que el viento alrededor del colosal montón de leña que sus padres introducían en el horno y, a los que ellos, poco a poco, perdido el miedo, imitaban sofocados y divertidos.
Cuando el bullicio había disminuido, las madres, que ya habían extendido en el suelo los alimentos sobre un mantel, les llamaban a comer un buen cocido que a todos les parecía un banquete. Después, las bromas y las gracias constituían motivos de alegre sobremesa. Incluso alguna vez, sin que los pequeños lo apercibiesen, algún padre aparecía disfrazado creando con su ocurrencia tal escándalo y alboroto que sería recordado siempre.
Y esta, de la fabricación de cal, era otra de tantas y tantas actividades y trabajos que realizaban los mañosos habitantes de nuestros pueblos serranos, que aunque pobres, abundaban en esta clase de riqueza y de saberes; lo mismo servían para un roto que para un descosido; eran casi autosuficientes. Y esto lo viví y lo admiré yo en aquellos felices años de mi infancia allá por el año de 1950 y que con gusto rememoro ahora y aquí, lo mejor que sé y que puedo, para los amables lectores de la página de Los pueblos de la Dehesa.