LOS ANIMALES
El convivir con animales en casa es una de las mayores satisfacciones que puede tener un niño. En ese aspecto, yo como casi todos los niños de mi época en Griegos fui un niño privilegiado, pues gocé de la compañía de muchos animales y a todos los quise como si fueran parte de mi familia. Para mi alegría infantil en mi casa hubo gatos, perros, gallinas, cerdos, cabras, mulos y vacas.
Mi gato era solitario y huraño por naturaleza; por las noches aceptaba mis caricias instalado en la comodidad que le proporcionaban mis piernas junto al calor de una estufa de leña. Cumplía bien su misión de tener la casa limpia de ratones y por ello lo apreciábamos, pero un día se debió de comer algo más que ratones y para escarmentarlo mi madre lo encerró en una habitación con la intención de darle su merecido; me llamó a mí para que le ayudara, y, ante mi sorpresa, al verse acosado se transformó en un fiero y temible animal hasta el punto de tener que desistir de nuestro propósito. No recuerdo como terminó el episodio.
Mi perra era de color blanco y se llamaba Mary. A mi padre no le gustaban los perros motivo por el cual duró poco tiempo en casa, pero fue una relación intensa de cariño y de juegos por el pueblo y por el campo. Solo el que haya tenido perros en su casa sabe la relación amorosa que se llega a tener con estos animales.
Casi todos los vecinos tenían perro por su utilidad. Los pastores para guardar sus rebaños eran dueños de grandes y robustos mastines con carrancas al cuello herederos de aquellos otros mastines antepasados suyos que luchaban a muerte con los lobos que abundaban en siglos pasados por la Sierra de Albarracín según está documentado.
Además de los mastines, todos los pastores tenían uno o más perros para ayudarse en su oficio. Estos perros por su inteligencia y su obediencia al amo, merecen un capítulo aparte.
Los agricultores eran dueños por lo general de un perro de ayuda especialmente dedicado al cuidado de los mulos o caballos (nunca de las vacas) en la Dehesa ; al llegar a la Portera para recogerlos, el dueño silbaba con fuerza llamando al perro y el fiel animal acudía de inmediato para conducir a su amo al lugar exacto donde estaban los animales de carga aunque fuera un lugar muy alejado. Esta acción ahorraba mucho tiempo de búsqueda. Nótese que si había cuarenta perros desperdigados por la Dehesa sólo acudía el suyo. En fin que el perro por su fino olfato y por su inteligencia en aquella época, y en todas las épocas, ha dado a los hombres muchas más alegrías que penas.
Mi cabra debía ser una cabra muy religiosa. Y digo que debía ser muy religiosa porque cuando volvía del campo, al anochecer, siempre se iba junto con otras cabras a refugiarse al porche de la iglesia; eso me hacía más fácil su búsqueda porque ya sabía de antemano donde encontrarla. En aquellos tiempos con la escasez de alimentos que había, la leche de una cabra propia facilitaba con poco gasto parte de la alimentación familiar; también los chotos que criaba ayudaban a la economía.
Gabriel Lahoz era el cabrero y a primeras horas de la mañana hacía sonar con su boca una caracola de mar a cuyo sonido cada propietario acudía con su cabra a la plaza, lugar desde donde salían en manada a pastar en los campos todo el día. Cuando a Gabriel no le interesó ese trabajo, cada vecino iba de cabrero en rotación tantos días como cabras tenía. A mí, con mis cortos años, me toco ir dos días de cabrero y tengo recuerdos agridulces de aquella aventura. Se me hicieron los días larguísimos y al atardecer estaba tan harto del hatajo que desahogaba mi ira tirando piedras a la cabeza de los animales; confieso que en ese momento odiaba a las cabras.
En donde hoy se ubica la casa de Marino “el Rubio” teníamos un edificio muy bien diseñado para los usos necesarios de una familia agrícola. En la parte alta se ubicaba el pajar y aledaño la era para trillar; en el bajo del edificio había un espacio cerrado donde estaba el cerdo y otro abierto para las gallinas. Éstas salían por el arbollón de la puerta cuando les apetecía a picotear por el Ceranalejo sitio en donde a veces hacían sus nidales; nidales que iban en contra nuestros intereses porque los huevos casi siempre se perdían. La alegría más sabrosa que daban las gallinas era sacrificarlas para su consumo; también la de recoger sus huevos para comer o cambiar en la tienda por otros productos y, eran momentos especiales aquellos en que los pollitos picaban el huevo para salir del cascarón. Amargura grande fue cuando una noche de invierno las zorras entraron en el gallinero y se comieron casi todas nuestras gallinas.
En cuanto al cerdo, el trabajo más desagradable era el de sacar su estiércol al muladar situado junto al edificio descrito; lo más costoso para mí era el de ir a coger “cardos” para darle de comer. Y es que cuando más a gusto estaba yo con mis amigos en la plaza jugando al marro, al churro, a las bolas, al parao y disparao, a las cartetas, al pique y pala, o a cualquier otro juego, mi madre venía con la cesta a mandarme al campo a recoger arnazas, ababoles, corrihuelas, y demás hierbas al uso. Sin duda el día más alegre era el del matacerdo porque se reunían en la casa tíos, primos y demás familia para ayudar. Tres eran las cosas que más gustaban a los nerviosos niños en ese día además de gozarlo con toda la familia: dar vueltas al rabo del cerdo cuando estaban matándolo para que saliera bien toda la sangre según nos decían los mayores, hinchar la vejiga para jugar a la pelota por el pueblo, y casi al final de la tarde, beber el caldo de las zurrapas que nos daban las mujeres.
Para labrar, teníamos un mulo que había cambiado mi padre a mi tío Pedro por una paridera y además una mula medio loca. Y digo medio loca porque un día la mula desapareció y mi padre que debía de tener sentido común se marchó a buscarla andando hasta el pueblo de Alba que era de donde procedía el animal. Acertó en su deducción ya que volvió a los pocos días con la mula que nunca más se escapó. Bien es cierto que mi padre, por si acaso, la vendió pronto en la Feria de Orihuela formando par desde entonces con el caballo propiedad de José María “El Pascualón”. Ese caballo estuvo a punto de darme un disgusto muy serio. Una mañana al amanecer, mi padre me mandó a recoger al mulo y al caballo que junto con sus amigos (porque cada animal también tiene sus amigos) pastaban toda la noche en la Hoya Grande. Con alguna dificultad le puse las cabezadas, lo destrabé y me subí acaballo del mismo. A medio camino, de repente, el caballo se volvió corriendo a galope tendido y dando coces al aire, me tiró al suelo de donde me levanté llorando. Por mi espíritu cumplidor, corrí deprisa tras de él hasta el mismo sitio donde estaba antes. Libre de trabas el animal cada vez que yo intentaba cogerlo, salía detrás de mí para atacarme hasta que como pude y, con gran peligro, logre someterlo. También el mulo, cuando era un muleto, me tiró por intentar domarlo. En esta ocasión sí que salí tirando sangre por la boca. Y es que al volver mi hermano pequeño y yo de “cuidarlo” por los cerrados de Codes se me ocurrió subirme a él. Mi hermano se opuso con todas sus fuerzas pero al final logré mi propósito, mi corto propósito, ya que nada más sentir el joven animal mi peso sobre su cuerpo salí yo disparado contra el suelo. Éramos así, o muy valientes o muy inconscientes.
En mi casa había dos vacas, una para labrar que se llamaba Relojera y otra para leche que se llamaba Florida; la primera tenía el pelo cárdeno y la segunda era marrón con grandes manchas de color blanco por todo su cuerpo; ésta era de andares más lentos. Hay un episodio que hirió mi alma profundamente. La vaca Relojera parió un hermoso ternerillo de pinta color canela y ante tal acontecimiento mi felicidad fue grande por el gozo que da un animal recién nacido y también por el dinero que entraría en mi casa cuando se vendiera. Al salir de la escuela iba todos los días a ver y disfrutar del ternero. Pero una desgraciada mañana al llegar a la Malena vi a la Relojera pastando sola; alarmado busqué a la cría por los alrededores y cerca de unas zarzas la encontré muerta. El impacto emocional que tuve fue igual al que me podría causar la muerte de un ser querido. Lloré y lloré entonces y su recuerdo melancólico y tierno ha estado presente en mí a lo largo de toda la vida.
ACLARACIONES
ARBOLLON: Agujero circular situado en el bajo de una puerta por donde entraban y salen los gatos, gallinas, etc.
CUIDAR UN ANIMAL. Llevarlo del ramal a que comiera hierba por los ribazos de la añada sembrada.
CHOTO: Cría de la cabra mientras mama.
DULA: El conjunto de las cabezas de ganado caballar o mular que por su edad o estado físico no podía trabajar y que era cuidado por un dulero en los terrenos comunales (rastrojeras, Aguas Amargas y la Dehesa) También la vacada pastaba en esos mismos sitios bajo el cuidado de un vaquero.
MULADAR. Lugar donde se va almacenando el estiércol procedente de las cuadras hasta que se reparte por los las tierras según las necesidades orgánicas de éstas.
PAR. Conjunto de dos mulos, caballos o vacas de labranza. Cuando un vecino tenía poca tierra le bastaba con un solo animal que juntaba con otro labrador de las mismas características y así podían labrar un día cada uno. En Griegos predominaban los pares compuestos de yegua y mulo pues la yegua tenía el valor añadido de los potros que criaba cada año.
PORTERA. Lugar donde estaba la puerta de entrada a la Dehesa antes de construir la carretera en el año 1931. Exactamente en donde vierten las aguas hacia el pueblo por un lado y hacia la Dehesa por el otro.
José Juan Herranz Martínez
Enero 2014