Y AÚN ASI ERAMOS FELICES
 
 
El modesto ganadero poseía alrededor de 60 ovejas y yo tendría 9 años.
Porque económicamente les interesaría a los dos, aquel señor y mis tíos, que vivían en otra provincia, llegaron a un acuerdo por el cual les cedía a rento sus ovejas desde el mes de octubre hasta el de junio del siguiente año.
Pero faltaba alguien que todos los días las sacara a comer por los campos y para esa labor me eligieron a mí, pobre niño enfermizo y enclenque. Las cosas eran así entonces. Era sobrino . . . Y la familia era la familia...
¿Qué ganancias pensarían obtener cada una de las partes en este asunto? La regla de oro de los negocios dice que para que uno sea bueno tienen que ganar todas las partes que intervienen en ese negocio.
En el que nos ocupa, el arrendador evitaba el pienso y el trabajo y ganaría el porcentaje de los corderos nacidos durante el periodo. El arrendatario por su parte se quedaría con el resto de las crías y mi pobre madre ¿se quitaba una boca para alimentar? No creo que esa fuera su intención, pero repito, la cosas eran así entonces...Y yo no tenía ni voz ni voto y además era un niño bueno y obediente. 
En fin, que sin comprender nada me vi saliendo de Griegos con una pena infinita por separarme de mi familia y, con mucho frío, andando detrás de un atajo  de ovejas en compañía de mi tío a quien apenas conocía.
La primera etapa fue de Griegos a Motos. En la tarde del segundo día de camino empezó a nevar intensamente y calados hasta los huesos y, muerto de frio y de miedo, nos perdimos entre la nieve y la niebla.
Como suele ser verdad el dicho que dice que Dios aprieta pero no ahoga, casi de noche, encontramos una paridera y allí nos refugiamos todos. Mi tío, no sé cómo, pero hizo una lumbre y creo que eso nos salvó, pues ni cena teníamos.
Mi ángel de la guarda que tantas veces me ha ayudado en esta vida aquel día también intervino, pues no tiene otra explicación que Sandalio Fernández, que así se llamaba aquel buen hombre, se acercara con su mulo y su carro aquella inhóspita mañana a su paridera del monte sin objetivo aparente. El buen hombre no me vería buen aspecto cuando decidió llevarme a su casa del pueblo de Blancas para que su mujer me diera de comer, me cambiara de ropa y me reanimara. Nos dieron cama y comida a cambio de nada y al día siguiente andando sobre la nieve reanudamos nuestro viaje, del cual no tengo más recuerdo que el paso por la laguna de Gallocanta.    
A los cinco días de camino llegamos al pueblo y los muchachos se reían de mí llamándome ¡castellano! ¡castellano! por mi acento diferente. Las mujeres blasfemaban casi todas como carreteros en oposición a las buenas maneras de las gentes de Griegos, y yo me sentía muy desgraciado.
Pero a pesar de todo no tengo mal recuerdo de aquel invierno. Me veo por los campos y montes de aquel término municipal con un interés grande por buscar los mejores pastos para las ovejas. Las conocía a todas una por una y sólo con oír su balido, sin verla, sabía la oveja que era y mi alegría se desbordaba cuando nacía un nuevo cordero.
Aprendí a a poner lazos para cazar perdices y alguna cogí. Mi tía me freía almendras y para mi felicidad alguna noche me dejaban dormir entre ellos. 
De la vuelta a Griegos recuerdo dos cosas: que los muchachos ahora se volvían a reir de mí por el marcado acento maño que debí coger y, la otra que mi adusto tío al verme me preguntó por la salud de su hermana y yo le conteste con el vocabulario adquirido, ¡la tía está jodida! Me fulminó con la mirada y me reprochó duramente las palabras empleadas por un mocoso como yo...
Y las ovejas deberían volver gordas y bien, por lo menos yo puse mi mejor empeño en ello. De cualquier manera les iria mejor que a mí, pues a ellas ni se les burló nadie, ni cogieron acento maño, ni pasaron tanto frio como yo, ni perdieron todo un curso escolar... que ese fué otro de mis beneficios de aquel negocio en el que intervine sin intervenir.

 

José Juan Herranz Martínez 22/12/2009