NO TODOS LOS NIÑOS JUEGAN A LA PLAYSTATION

Era domingo y yo estaba con mis ovejas por La Solanilla. Ellos, padre e hijo, pasaron por allí en dirección Al Quinto.
Me imagino que sería un día de caza porque no iban a exponerse a una denuncia de la Guardia Civil llevando la escopeta por el campo.
Parece ser que enseguida avistaron a un ciervo y el niño, que no había cumplido aún los nueve años, le dijo a su padre en voz baja: Papá, ¡si me dejas la escopeta le tiro!
Toma hijo, ¡y dispara!, le contestó su padre con orgullo y cariño.
Igual que si ya fuera un experto cazador, no en vano maneja como pocos un pequeño rifle de balines, el muchacho, por mimetismo, marca el mismo ritual que su padre y dispara. ¡Pum!
Como partido por un rayo el animal cayó en medio de la alegría incontrolada de los dos. Alborozados corren hacia su presa pero ésta se levantó y no pudieron encontrarla.
La noticia se comentó por Griegos con cierto escepticismo por parte de la gente que no podía creerse que aquella criatura hubiera tumbado a un ciervo por un disparo de escopeta.
A los cuatro días volví a pastorear por la zona y en un momento determinado mi perra me daba señales de que algo raro había por allí.
Como mi perra se equivoca muy poco, efectivamente al poco divisé en tierra un ciervo que adiviné recién muerto.
A simple vista no se le veía ninguna herida. Dí la vuelta al animal y pude ver que una bala le había entrado por la base de su cuerno derecho.
Pensé que era el ciervo al cual había disparado el muchachillo. Seguramente el disparo no había tocado ningún órgano vital y por eso el animal, herido, tuvo fuerzas para levantarse y huir.
Tenía una cabeza digna de trofeo y se la corté con la intención de disecarla.
Por mis conocimientos prácticos de la fauna del pueblo, calculo que en los días que estuvo herido acudiría varias veces a la charca que hay por alí para beber agua y así calmar la sed consecuencia de la fiebre y también meterse en ella y echarse barro sobre la herida para evitar la cagada de la mosca y los consiguientes gusanos. Por instinto, siempre que llevan una herida se revuelcan en el barro para taparla.
Por la noche, al regresar al pueblo, me tropecé con el padre y le hice partícipe de mi hallazgo. Oye, me contestó, por el sitio donde estaba... ¡ese es el ciervo que mató mi hijo!.
Pensé en la gran ilusión que toda su vida le haría a la criatura tener aquella cabeza y le dije: Pues dile a tu chiquillo que venga a mi casa a por ella.
Ahora la tiene colgada en su habitación... ¡jodido muchacho!

José Juan Herranz Martínez , 20 abril 2009