LAS DOS SIMAS
Aquel verano el Instituto donde yo trabajaba me
encomendó un trabajo de campo sobre catalogación de simas existentes en la
Sierra de Albarracín.
Escuché historias y leyendas relacionadas con casi todas ellas, pero fueron las
dos que me contaron en el bonito pueblo de Griegos las que más han perdurado en
mi memoria.
Gregoria A. Gomez un hombre inolvidable me acompañó a visitar la situada en la
Muela de San Juan y me contó la siguiente historia fruto de su privilegiada y
poética imaginación.
Fue un lejano día hace ya muchísimos años cuando las Hadas habitaban en los
umbrosos bosques y las abiertas riberas marinas. Entonces se dejaban ver de los
hombres que vivían dichosos y felices hasta que el diablo sembró la maldad en
el corazón de los perversos, donde enraizó y fue creciendo hasta adueñarse de
casi todos los corazones.
Por eso las Hadas, que no podían soportar la maldad, huyeron de los hombres
hasta recluirse en una sima o cavidad situada en lo alto de la Muela de San
Juan en el pueblo de Griegos, en cuyo interior establecieron el Palacio de su
Reina al cual trasladaron todas las riquezas y ornamentos.
Allí vinieron las Sirenas de los mares de levante, las Ondinas de los bosques y
los ríos del sur, las Xanas y Meigas del norte y las Hadas del centro a las que
se llamaban Ninfas en los tiempos primitivos.
Vivían junto a su Reina y cuando en sus lugares se celebraban fiestas rituales
volvían a sembrar el bien y desencadenaban los buenos sueños que inspiraban los
rectos pensamientos y por el día cantaban en lo recóndito de su Palacio las
bellas canciones de la paz y del amor que llegaban al exterior como leve
susurro de los vientos.
Las presidía su Reina hermosa hasta ensombrecer la luna, que envidiosa,
escondía su rabia entre las nubes para no verla.
Todo sucedió en aquellos tiempos en que estas tierras eran un pequeño emirato
árabe llamado Santa María y reinaba un Emir al que no le gustaba enredarse en
batallas con sus enemigos y solamente le gustaba cazar alimañas de las tantas
que había en aquellas alturas.
Un día que se extravió persiguiendo a un ciervo, llegó a un lejano paraje
rodeado de frondosos pinares donde le fue dado contemplar lo que hacia mucho
tiempo nadie había podido admirar. Era una fiesta de las Hadas sumidas en un
hermoso baile de vaporosas danzarinas.
El Emir, en su escondite, quedó extasiado al contemplar tanta belleza, pero su corazón
quedó prendado de la pequeña Reina que las presidía y en torno a la cual,
desarrollaban la sugestiva danza.
Cuando las Hadas desaparecieron el Emir volvió a sus Palacios de Albarracín,
pero en su corazón y en sus pensamientos estaban los bosques de la Muela de San
Juan.
El Emir enfermó de amor, perdió el apetito y languidecía su sonrisa, y sus
palabras solo eran de recuerdo por lo que había sentido como una celeste
visión. Sus cortesanos le compadecían; al fin y al cabo también el Emir tenía
derecho a enamorarse, y ¿qué mejor Reina para su pueblo que la Reina de las
Hadas?
Las más diestras doncellas trajeron hermosas túnicas y los más gallardos mozos
se ofrecieron como emisarios, y al día siguiente partieron a tierras de oriente
en busca de un famoso médico capaz de volver a las Reina de las Hadas a la
figura normal de cualquier mujer.
Ya el Emir estaba desesperado porque todos volvían cabizbajos y mohínos por no
haber hallado a un sabio tan eminente; pero al fin llegó el último que faltaba
y que traía a la grupa de su caballo a un anciano médico egipcio que pidió ser
alojado fuera del Palacio, en un torreón donde tranquilamente pudiera leer en
las estrellas el secreto de lo que apetecía el Emir de Albarracín.
Así pues, lo encerraron en la Torre del Andador con un vigilante que impidiera
a nadie molestarle. Una semana después pidió ser recibido por el Emir el cual
con toda su corte esperó la llegada del anciano que con paso lento se fue
acercando en medio de todos los presentes ante el Emir y desenrollando un
pergamino que llevaba entre las manos empezó a decir: ¡Oh el Hada, bella es el
Hada bien querría la aurora ser su cara de cornalina y el sol su rubia
cabellera! ¡Las estrellas que lucen como lámparas colgadas en la noche, ya
quisieran ser el diamante de sus ojos!
Oh el Hada, bella es el Hada pero quien la pretenda morirá. Fulgor de luz y
tranquilidad de lago en su corazón, pero quien la toque con malvadas
intenciones ese habrá labrado su perdición. ¿Quien atará la luz a las
tinieblas? ¿Quien coserá lo bueno a la maldad? ¿Y quien al Hada la unirá con un
mortal?
Después de tantas imprecaciones explicó la forma de volverla al tamaño normal
de una mujer. Había que introducirla en una habitación donde debía arder un
braserillo con perfumes de Arabia, sin que un rayo de sol penetrase en la
estancia, ni un mortal respirase el mismo aire. Así volvería a ser como
cualquier mujer, pero el Emir no podría besarla en toda su vida.
No descansó el Emir aquella noche, y cuando el sol aparecía, tomó a sus mejores
adalides y marcharon veloces hacia la Muela de San Juan llegando a la hora del
atardecer, cuando se escuchaba una dulce música que salía de la sima mientras
iban apareciendo las Hadas entonando un cántico que decía: ¡Oh la tarde, oh la
noche! ¡Bello es el oír la conversación de la tarde, bello es escuchar el
silencio de la noche que nos embarga el corazón! ¿ por qué ignoran las gentes
su lenguaje? ¡Ah si conocieran la voz, como amarían la dulce soledad de la
vigilia!
Y al ritmo de este canto empezaron a bajar a la pradera donde iniciaron sus
bailes en filas de dos en dos; al fin salía la Reina y cuando estaban
entretenidas en su danza, a una señal del Emir se lanzaron todos contra la
Reina a la que cubrieron con una tela de seda y la amarraron con fibras del
mismo tejido, llevándosela al Palacio.
Qué largos fueron para Yahia aquellas perezosas veinticuatro horas. Pasado el
plazo, entró el Emir y se encontró con la más bella mujer que jamás los ojos
humanos podían haber visto. Inmediatamente se organizó la fiesta de la boda a
la que acudieron los Emires vecinos, los Bebi Gazlum de Tirwal y los Beni Oasim
de Alpont, que traían ricos presentes y acudían con el deseo de ver aquel
milagro nunca visto.
Era feliz el Emir pero como la dicha no puede existir sin que Satán la siembre
de infelicidad nacieron los malos deseos portadores de la desdicha.
Qué hermosa veía a la Reina y cuánto no hubiera dado por besar su cara de ágata.
¡Pero besarla era darle la muerte! Y el Emir no la besó.
Pero un día que el Emir la tenía entre los brazos, el Engañador aprovechó y,
como el Hada muere si la besas, la Reina murió quedando como rosa tronchada
entre sus brazos.
Sobre Yahia llovieron las desdichas y las desgracias cayeron sobre él. Poco
tiempo después los almorávides invasores le arrebataron su reino sin que
volviera a saberse nada de su suerte. Hay quien asegura que marchó de romería a
la Ciudad Santa y el mar se lo tragó.
Solamente sabemos que cuando la Reina murió, en la Muela de San Juan se produjo
un ruidoso temblor como un terremoto que todo lo destruyó, y de aquel vistoso
Palacio no quedó más que la profunda y húmeda sima que hoy conocemos a la que
solamente por una estrecha abertura es posible bajar. Pero si junto a ella
escuchas con atención, aún podrás oír un susurro como de lamento misterioso que
los sabios dicen que es producido por corrientes internas de agua, pero
nosotros, los de Griegos, bien sabemos que es el lamento de las Hadas que
siguen llorando la muerte de su reina.
Deslumbrado por la belleza de la poética narración agradecí vivamente a
Gregorio el tiempo que me dedicó.
Al día siguiente pregunté en la plaza por la otra sima que según mis noticias
estaba situada en el Barranco de Peñarrubia.
Eso los pastores que conocen bien el campo, me dijo una señora. Mire por allí
viene Martín que seguro que sabrá donde está esa sima.
Le saludé, y Martín con el lenguaje claro y la generosidad de los hombres de
estas tierras se ofreció a acompañarme.
Yo a esa sima he bajado hace mucho tiempo. Creo que seré uno de los pocos que
ha bajado a esa sima me decía por el camino. Verás, estando un día otro y yo de
pastores cerca de ella eché a faltar a mi perra. Pensé que se había ido detrás de
un gato montés, de una zorra o de alguna liebre.
Como pasó mucho tiempo y el animal no volvía dejé mi rebaño al cuidado del
compañero y fui a revisar a todas las madrigueras de la contornada por si se
hubiese ancañado, que es meterse en un caño, y no hubiera podido salir, pero no
la encontré; al pueblo no tenía costumbre de irse, pensé, por lo que llegué a
la conclusión de que podría haberse caído a la sima.
Efectivamente, me asomo, y oye ¡que mi perra estaba allí! En el primer saliente
formado por una roca a unos ocho o diez metros abajo. Un milagro que se hubiese
quedado en la pequeña plataforma. Con lo profunda que es la sima, pero por
suerte allí se había parado en su caída, justo allí, para que yo la encontrara.
El animal al verme movía alegremente el rabillo y pareciera que me hablaba diciéndome:
¡Por fin! Has tardado pero al fin llegaste, sabía que no podías fallarme.
Rápidamente pensé en cómo sacarla de allí. Estaba claro que la alegría de
encontrarla no quitaba peligro a la situación y estaba claro que yo tenía que
sacarla de allí abajo como fuera, así que me encaminé al pueblo cogí un hacha,
un saco y una soga y deprisa volví a la sima.
Con el hacha corté un pino y lo crucé sobre la boca de la sima, até la soga al
pino y a mi cintura y, pasando mucho miedo logré subirla en el saco.
Pobrecilla, que contenta. Ni una persona me lo hubiera agradecido más.
Cumplida la misión encomendada abandoné el lugar pero nunca he olvidado el
privilegio que tuve al conocer a dos hombres tan singulares en este bello rincón
de España.
José Juan Herranz Martínez 20 marzo 2009