UN PAJARO

Pocos pueblos tienen motivos para agradecer tanto a la madre naturaleza el regalo de una Dehesa comunal tan hermosa como la de Griegos.
Descanso y recreo para el cuerpo y el espíritu de los vecinos, y ricos pastos para las caballerías y vacas, ese vergel singular era, y es, inigualable.
Aquel claro atardecer del mes de mayo, nosotros podríamos haber soltado su hermosa yegua negra en la Malena, en la Reoya o en la Majada de los Tocones, pero subimos hasta la Retorca a dejar al animal, porque allí sabíamos un nido.
Buscar nidos también era parte de nuestra cultura y de nuestra felicidad infantil. Éramos muy pajareros y teníamos especial habilidad para encontrarlos y vigilar su evolución, bien estuvieran en un zarzal, en un ribazo, en una pared o en la copa de un pino.
Desde la Retorca recorrimos casi toda la Dehesa para dar vuelta a los nidos que sabíamos, regresando alegres al pueblo cuando casi era de noche.
El, que era unos cuatro años mayor que nosotros tres, inocentes niños de ocho años, nos dominaba por completo; dejó en su casa las cabezadas de la yegua y todos juntos nos fuimos a entretenernos por las calles.
Ya con las sombras de la noche nos llevó a la puerta de la escuela de las niñas. Entonces había una clase para chicas y otra para chicos, pero el sitio se encuentra ahora exactamente igual.
Sacó del bolsillo una tiza y, en la puerta, pintada de color gris, escribió dirigida a las niñas, una soez e indecente cuarteta, digna de una mente adulta, enfermiza y obsesa.
En nuestra candidez no entendimos la gravedad del asunto, pero él nos amenazó con matarnos si lo decíamos a alguien.
A la mañana siguiente, y antes de que llegaran todos a la escuela, doña Anita, que era la maestra, entró alteradísima a nuestra clase haciendo aspavientos y moviendo nerviosa todo su delgado cuerpo para explicarle el repugnante hecho a don José Bermúdez, nuestro maestro.
Una vez que la buena mujer se hubo marchado, don José, excelente maestro y seria persona, se encaró con la expectante clase que barruntaba que algo grave iba a suceder allí.
La escena se puede imaginar fácilmente: un maestro amenazante con la regla en la mano inquiriendo a voces quien era el que había escrito aquella vileza, y unos veintitantos niños, especialmente nosotros tres, muertos de miedo.
Como pasaba el tiempo y “el artista” no decía nada y nosotros tres, menos, la tensión fue bajando algo, pero el maestro, que nos mantenía a todos en pie, advirtió que así estaríamos sin movernos todo el día y todos los días y noches que fuera necesario, hasta que confesara el culpable.
Aproximadamente a las dos de la tarde, alguno de nosotros, agotado y vencido, contó al maestro lo que sabía. Don José mandó salir a todos, excepto a nosotros cuatro.
Hoy, cuando dicen que los niños pegan a los maestros, quizá a aquel lo condenarían a cadena perpetua, porque nos pegó tal paliza a cada uno de nosotros que todos salimos llenos de sangre. El culpable por culpable y nosotros por encubridores.
No recuerdo bien los sentimientos de los días posteriores, pero sé con absoluta certeza, que no guardamos el más mínimo rencor a quien tan brutalmente nos trató.
En nuestros corazones ya estaba bien grabada la idea de que quien hace un mal merece un castigo.
Éramos así…..

José Juan Herranz Martínez 30 marzo 2007