LA VERDADERA CARIDAD
(lA PARÁBOLA DEL LEPROSO)
“Resplandecían las
lejanas montañas, envueltas en la polvareda de oro del sol de Nizam. Largas
caravanas de camellos se perfilaban lentamente sobre los arenales. Grupos de
mujeres, con el ánfora al hombro, regresaban, cantando, de las cisternas. Un
águila negra, una de esas voraces águilas que anidan en los altos promontorios
de la Judea, cerniéndose majestuosa en el azul, proyectaba sombras movibles
sobre la tierra.
Jesús, en compañía de tres de sus discípulos, iba a Belén, llamado por una
pobre viuda cuyo único hijo agonizaba, invocando febrilmente el nombre de aquel
dulce Rabí de Galilea, tan amigo de los niños, a quien viera una tarde, junto
al brocal del pozo de Jacob, curar con el sólo bálsamo de sus palabras a un
viejo pastor de los Idumeos, mordido en el brazo por una serpiente venenosa.
Hablaba de la caridad. Sus ojos ardían como soles entre la sombra obscura de
las pestañas. Sobre su túnica blanca, con franjas cenicientas, flotaban
desmelenados los cabellos. El viento de la tarde hacía estremecer y ondular
sobre el pecho su larga barba de nazareno, puntiaguda y acaracolada.
Se generoso, decía, pero no humilles al desvalido con tu generosidad. Cuando
des limosna, no mandes tocar delante de tí trompetas de plata, como hacen los
hipócritas en las sinagogas y en las plazas. Socorre en secreto. Aquel que oye
y ve en secreto te recompensará.
Su voz era lenta y suave. Las mujeres se paraban al oirle, mirándole con los
ojos llenos de ternura. Los niños, acudían, sonrientes, a besar las orlas de su
manto. Desde los sembrados próximos, los labradores saludaban agitando los
brazos.
Jesús continuaba: No seas como esos ricos licenciosos y avaros que alimentan a
sus siervos con las sobras de sus festines. Sienta a los desheredados a la mesa
de tu corazón y parte con ellos tu pan y tu vino. Si ves a tu hermano llorar,
no intentes consolarle con prudentes palabras, Llora con él. Esta es la
verdadera caridad.
Caminaba lentamente. Bandadas de cigüeñas chispeaban al sol como flechas de
oro. Los rebaños sesteaban a la sombra de los olivos polvorientos. Un pastor
tañía su rabel, al compás de una monótona canción patriarcal, en la que se
hablaba de tiendas plantadas en medio del desierto, noches de luna, maná del
cielo, leche de camellas y vírgenes prudentes que encienden sus lámparas para
esperar la llegada del esposo prometido.
Atravesaron campos sembrados, viñedos en flor, donde las tórtolas gemían
jardines cubiertos de lirios.
De pronto, se detuvieron a orillas de una fuente que brotaba de un hilo trémulo
y quejumbroso, entre la hendidura de dos rocas.
En el recodo del camino, al pie de una choza cubierta de hojas secas de palma,
un leproso, desgarradas las vestiduras, inmóvil y de rodillas, aullaba
lastimosamente, con las manos y los ojos elevados al cielo.
Su rostro brillaba al sol como bronce carcomido por la herrumbre. La frente era
una sola llaga. Los labios se caían a pedazos, lívidos y purulentos.
Mateo el Publicano, uno de los primeros discípulos, que era rico en viñas y
ganados, sacó de entre los pliegues de la túnica una moneda y, desde lejos,
volteándola en el aire, se la arrojó al leproso.
Pedro, el más rudo y hábil de los pescadores de Cafarnaúm, quitose del brazo el
cesto de provisiones que llevaba para el camino y, andando recelosamente, le
colocó junto al umbral de la cabaña. Juan, el más joven y bello de los
discípulos, el predilecto, aquel cuya cabeza de niño tantas veces había sido
acariciada por manos divinas, desprendiose del manto de lino que flotaba sobre
los hombros. Todo pálido y trémulo, andando con la punta de las sandalias y
extendiendo temerosamente los brazos, le dejó caer sobre la espalda del
leproso.
Sólo faltaba el óbolo de Jesús. El sol empezaba a trasponer sobre las rojas
montañas. Unos mercaderes se detuvieron a dar agua a sus camellos.
El Rabí avanzó serenamente. Su perfil aguileño se destacaba majestuoso, nimbado
por un rayo de sol.
Cogió entre sus manos sagradas la cabeza monstruosa del leproso, inclinó la
frente y le besó en los labios.
Los discípulos quedaron inmóviles. Los mercaderes, espantados, cayeron de
rodillas, con las manos tendidas al cielo . . . y hasta los camellos alargaron
hacia Jesús sus melancólicas cabezas pensativas, en cuyos belfos temblaba un
hilo de agua."
Esta bella página escrita por Francisco Villaespesa, trae a mi mente otro acto
de verdadera caridad que yo presencié en Griegos y que cuento en admirado
homenaje a su protagonista.
Allí no había ningún leproso, pero de cuando en cuando, llegaba Faustinillo, un
mendigo de apariencia monstruosa a quien los muchachos, miedosos y divertidos,
apedreábamos e insultábamos, entre otros improperios con aquella canción de
"Faustino el tonto, lleva cagueta, etc,".
El grotesco, desdentado y no sé si loco individuo, era de corta estatura y
ojillos penetrantes. Pedía limosna de puerta en puerta, y los corruscos que le
arrojaban, supongo que de parecida manera a cómo el leproso de la parábola
recibía los óbolos de los apóstoles, los guardaba en unos, como especie de
saquitos, que colgaban sobre su abultado cuerpo.
Consolación Martínez no era una pobre viuda como la de Belén. Era una viuda
pobre con cuatro pequeños hijos, a la que un criminal obús dejó en tal
condición aquel fatídico día de agosto de 1938.
Consolación era una mujer adorable. Era inteligente, divertida, graciosa,
fuerte de espíritu, trabajadora, irónica, siempre de buen humor a pesar de
tantas penas...Yo añadiría que hasta muy moderna en su concepción de la vida
como después he podido comprobar.
Y era profundamente cristiana. Y desde ese sentimiento no podía tirarle al
vuelo a Faustinillo el consabido mendrugo de pan, que quizá luego le faltaría
para sus hijos.
Doy fe de que aquel día Faustinillo comió un plato de sopa caliente sentado en
la mesa de aquella inolvidable mujer.
José Juan Herranz Martínez 22 marzo 2007