EL TORO DE GRIEGOS |
En la Muela de San Juan, que sirve como límite entre la Sierra de Albarracín
y la provincia de Cuenca, en tiempos muy antiguos existió una gran ciudad. Además
de grande, la ciudad era hermosa, con grandes calles, bellos jardines y murallas
y torres poderosas. Sucedió, sin embargo, que un mal día invadieron los árabes
España. Estas gentes del desierto arrasaron muchas ciudades y saquearon bastantes
haciendas. De todo esto en seguida se hubo de enterar la maravillosa ciudad
asentada en la Muela de San Juan. A sus habitantes no les quedó otro remedio
que prepararse para defender sus hogares y su querida ciudad en la que tan bien
vivían.
En el palacio del Señor de la ciudad, entre otros tesoros, se conservaba un
toro de oro que, tal vez, según los comentarios de la gente, provenía de un
templo pagano de los tiempos en los que la ciudad aún no había recibido el cristianismo.
No pasaron muchos días hasta que aparecieron los jinetes árabes dispuestos a
tomar la ciudad de la Muela de San Juan. Aunque los habitantes de la joya urbana
resistieron con mucha valentía, no lograron, sin embargo, contener el arrojo
de las tropas de los hijos del desierto. La ciudad fue tomada, saqueada y, posteriormente,
quemada porque no tenía interés para los invasores. Cada soldado árabe tomaba
para sí lo que quería de la ciudad. Uno de ellos, fuerte y valiente, halló el
toro de oro que el Señor de la ciudad tenía en su palacio. Se llamaba Aben Jair,
a quien se le ocurrió la idea de arrojar al toro, desde un muro, hasta la espesura
de los pinares que rodeaban la que fuera sublime ciudad. Cuando llegó la noche
buscó la joya y la enterró en una fosa profunda; esa era la forma de que, algún
día, no muy lejano, volviese aquel tesoro a su poder.
Las tropas musulmanas pronto se retiraron del lugar dejando tras de sí un manto
de muerte y desolación. Con ellas marchó Aben Jair llevando su secreto y pensando
que a nadie debía revelarlo. Pasaron varios meses y España seguía en guerra
contra los hijos del desierto que no dejaban de sembrar miedo por donde pasaban.
Precisamente en una batalla, entre cristianos y árabes, una flecha hirió de
muerte al dueño del toro de oro. Este, viendo que su vida se le iba al paraíso
que el Profeta había prometido, decidió revelar el secreto del tesoro a su mejor
amigo, Aben Jaye, encargándolo que lo compartiera con sus hijos que, a partir
de ahora, quedarían huérfanos.
En un descanso de la guerra, Aben Jaye partió hacia la ciudad de la Muela de
San Juan. La ciudad era un montón de escombros. El jinete árabe se dirigió a
las fuentes del Tajo, al espeso pinar al sur de los muros y, desde allí, contó
cien pasos como el amigo muerto le había indicado. Cavó en un sitio, en otro
y en otro, pero en ninguno encontró nada. Y siguió un día, y otro y otros, y
nada, el tesoro no aparecía. Aben Jaye era requerido para cumplir como soldado
y abandonó, desesperado, la empresa de la búsqueda del toro de oro. Nadie supo
jamás si regresó más veces para buscarlo. Lo cierto es que el secreto de la
existencia del tesoro enterrado en el bosque de la ciudad de la Muela de San
Juan se ha transmitido de generación en generación. Muchas personas lo han buscado,
nadie, sin embargo lo ha encontrado hasta la fecha. Hay quien dice que el toro
de Griegos sólo ha de aparecer, cuando de nuevo, sobre la Muela de San Juan,
vuelva a reedificarse aquella ciudad maravillosa que un mal día fue quemada
por los árabes y que hoy, bajo la tierra, aún guarda con celo el tesoro y la
fragancia de los hermosos jardines que un día albergara. ("El bardo de la memoria"de
Francisco Lázaro Polo)