CASTA SERRANA

 

Hacía algún tiempo que Bernardo había cumplido los 60 años y, aunque la dureza de la vida que le tocó en suerte había dejado alguna huella en su condición física, su salud era buena.

Atrás quedaron, por su jubilación, los agitados días en que malgastaba nerviosa y febrilmente su vida en conseguir objetivos laborales, ineludiblemente vinculados a su responsabilidad directiva en una de las principales empresas españolas.

Presupuestos, clientes, reuniones, viajes, control de las magnitudes del negocio, intereses, rentabilidad, comisiones, balances, informes, préstamos, créditos, inspecciones, organización, calidad, y un largo etcétera de responsabilidades minaron su sueño y su tensión arterial.

¡oh señor! ¿Cómo pudo sobrevivir aquel pobre niño de la postguerra, que había cuidado ovejas en su pueblo a la temprana edad de diez años sumergido plenamente en la fascinante naturaleza de los Montes Universales?

El pleno contacto con el deslumbrante medio y el libro de poesías de José María Gabriel y Galán, regalo de su abuelo, y que siempre llevaba en el morral, marcaron para siempre su sensibilidad y sus ilusiones.

Al igual que a la mayoría de los españoles de su tiempo, lo arrebataron de su amada tierra para trasplantarlo a la ciudad siendo un niño, pero ya muy curtido en el trabajo agrícola y ganadero.

Hijo, nieto y bisnieto de pequeños propietarios agropecuarios, que fueron su ejemplo, siempre se había sentido absolutamente libre y dueño de su destino.

Nadie le daba nada gratis y nunca comprendió, y a veces casi despreció, a los que reclamaban libertad y subvenciones.

El mismo interés que ponía en buscar los mejores pastos para que sus ovejas fuesen las más gordas, lo aplicó el resto de su vida para resolver cualquier asunto.

Y sin pretenderlo, en su nuevo destino, a base de estudios y de trabajo bien hecho, fue escalando puestos que aceptó, exclusivamente, por su sentido extremado del deber.

Su lema era tratar a los demás como a él le gustaría ser tratado: rápido, exacto y amable.

En el fondo era un ingenuo o uno de esos individuos de la noble estirpe aragonesa que se extingue con el paso de los tiempos.

Si recibía un cachete de su madre o una palmetada de su maestro, no guardaba rencor ni se sentía desgraciado por ello. Él también castigaba a sus ovejas cuando comían en la orilla de algún sembrado ajeno o a su perro cuando no le obedecía.

Si el agua le calaba hasta los huesos lo daba por bien empleado pues así crecerían más los pastos en beneficio de sus ovejas. Y si el blanco manto de la nieve cubría la amada tierra, su espíritu se agitaba ante tan exquisita belleza.

Ya en su nuevo trabajo, en un cursillo para ascender a gestor comercial le enseñaron que las causas que mueven a las personas a prosperar, son el deseo de ser grandes y, el de sentirse estimado por los demás.

Lo que sí tenía claro es que la voluntad de los hombres buenos se forja con el deseo profundo de no defraudar al prójimo.

Sólo el deseo de no decepcionar a su madre movió su voluntad aquel día del otoño de 1952

Su padre había salido de buena mañana a labrar con el par de mulos en la Partida de "Los Pozos" y con las prisas, se le olvidó de llevarse la comida.

Amenazaba lluvia, y su madre, al salir Bernardo de la escuela, le dio el saquillo con la comida para que se la llevase a su padre que estaba a unos tres kilómetros del pueblo.

Al poco, empezó a llover. Sin paraguas ni otra defensa, él no se volvió a su casa como hubiera sido lógico, dada su corta edad y las condiciones adversas. Recorrió tenazmente todo el camino aguantando impertérrito la abundante lluvia y al no ver a su padre en el "piazo" pensó que estaría resguardándose en la paridera cercana. Cuando llegó a ella aterido de frío y exhausto, aún tuvo que aguantar el ataque de los perros de otros labradores refugiados en la misma estancia.

En una lumbre se reanimó el niño y ya podemos imaginar cómo termino la aventura...

Éramos de CASTA SERRANA.

 

30-XI- 2023