A LOS QUE INMIGRAMOS

 

 

La patria no es otra cosa que la infancia porque allí comienza el duro aprendizaje de la existencia. Una persona querida, los primeros amigos, los compañeros de escuela, un animal casero, un callejón insignificante o hasta un árbol guardado en la memoria se convierten en los símbolos con que resistimos las desdichas de la vida y el desconcierto. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción. Y aunque nosotros vamos cambiando con el paso de los años, hay algo muy adentro, en regiones misteriosas del cerebro aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la tradición y a los sueños, algo que resiste o quiere resistir al trágico proceso de la vida.

Por eso a medida que me acerco a la muerte me acerco también a la tierra, pero no a la tierra en general si no a la mía; a mi tierra querida de Griegos en la que transcurrió mi infancia  y en la que quiero que transcurra mi eternidad.

Cada uno de los que un día dejamos el pueblo tendrá grabado en su memoria ese momento y las circunstancias y personas que hicieron posible esa marcha. En mi caso todo empezó en el verano de 1954. Mi padre estaba segando y alguien de fuera que por allí cazaba codornices y que le estimaba, llegó hacia él y le dijo: Pero hombre Marcelino, qué haces aquí hecho un desgraciado. Tienes cuatro hijos pequeños y ya me dirás el futuro que les espera a ellos  si sigues aquí. Vete a Sagunto ya que ahora admiten trabajadores en los Altos Hornos y cambiará tu vida. Mi padre hizo caso a quien tan bien le aconsejaba y el día 5 de julio del siguiente año entró a formar parte de la plantilla de dicha gran empresa hasta su jubilación.

Era difícil entonces encontrar una vivienda en alquiler y tuvimos que esperar más de un año a marchar el resto de la familia. Yo, junto con mi madre y mis hermanos pequeños abandoné mi patria (Griegos) el día 8 de septiembre de 1956 subido en un coche marca Hispano Suiza, de unas seis plazas, propiedad de un señor de Teruel llamado Roberto que por algún tiempo hizo el servicio de transporte de viajeros desde Griegos a Teruel siguiendo la ruta de Villar del Cobo, Frias, El Vallecillo, Masegoso, Toril, Terriente, Valdecuenca, Bezas, El Campillo, Teruel. El coche, si bien era elegante, no era demasiado grande aunque sí los suficientemente potente y bien aprovechado para que entre los que íbamos en el interior y los que se subieron a la baca y a los guardabarros llegáramos a Teruel más de quince personas.

La mañana era muy clara y fresca y en mi alma de niño se mezclaban toda clase de sentimientos. Iba vestido con un jersey de lana y unos pantalones bombachos de pana negra. La incomodidad del coche es mi recuerdo principal y ya en el tren la algarabía de mucha gente, algunos con cestas de gallinas o conejos, es lo que perdura en mi recuerdo de aquel éxodo familiar.

Y al bajar en Sagunto un calor insoportable debido al clima mediterráneo y a mi inadecuada y quizá cateta vestimenta motivo de alguna sonrisa maliciosa. Pero yo me adapté muy pronto a mi nueva vida con una enorme voluntad y unos grandes deseos de prosperar. Y como casi a todos los que nos fuimos, porque estábamos forjados en el duro trabajo, el cambio fue para bien, aunque en cierta manera mi vida, como creo que la de casi todos, se quebró para siempre, porque había algo grande en las regiones misteriosas de mi cerebro que se aferraba, y aún hoy se aferra con uñas y dientes a mi infancia y a mi pasado, a la tradición heredada de mis ancestros y a mis maravillosos sueños infantiles.

 

José Juan Herranz Martínez

4-08-2011