TIEMPO DE CAMBIOS  

 

 

Mis padres regresaron a su Griegos natal el 23 de junio de 1948  después de una estancia de ocho años en tierras zaragozanas. Yo tenía entonces seis, y mis primeros recuerdos son los de un pueblo medio destruido, llenas sus calles de montones de arena y llenas también de muchos hombres trabajando en la terminación de las escuelas, casas de los maestros y otras once amplias y espaciosas casas , de excelente calidad y muy baratas, destinadas a los vecinos damnificados por la guerra civil; construcciones socialmente muy beneficiosas y ejecutadas todas ellas al amparo de la adopción de Griegos por parte de la Jefatura del Estado, adopción  publicada en el Boletín Oficial del Estado del día 20 de diciembre de 1939.

Al llegar al pueblo la familia nos acomodamos en la casa propiedad de Anastasia Ibáñez, viuda de Cesáreo Soriano y convivimos con ella ya que a la sazón vivía sola. Era una gran casa, pues además de la planta baja tenía tres plantas más. Me llamaron poderosamente la atención dos “misterios” que no he podido resolver nunca. El primero era la procedencia  de unas probetas y vasijas de laboratorio que llenaban un armario grande; en otro parecido, lucían gran cantidad de antiguos y bonitos libros de filosofía, física y matemáticas, perfectamente encuadernados y conservados. ¿A quién habían pertenecido esos instrumentos que demostraban un nivel cultural impropio de un pequeño pueblecito de agricultores y ganaderos?

El otro “misterio” fue la muerte de Inocencio en la misma habitación que ocupamos la familia. Inocencio era un joven soltero y bien parecido, hijo de Anastasia. Según creo, pero no afirmo, pertenecía a Falange Española y de las JONS y quizá por ello era dueño de una pistola. Unos decían que llevaba el arma en el bolsillo del abrigo y al tirarlo sobre la cama para acostarse en una habitación sin luz, se cayó al suelo y la pistola se disparó fortuitamente hiriendo de muerte a Inocencio. Otros comentaron que simplemente  se suicidó. Fuera cual fuera la verdad del tremendo caso, yo pasaba verdadero pánico durmiendo en aquella estancia imaginando que en cualquier momento se aparecería el difunto.

Motivo de más alegría para aquella casa era cuando en verano llegaba el divertido Alberto, el otro hijo de Anastasia, que ejercía su profesión de policía en Teruel y que además de su esposa e hijo les acompañaba alguna vez un vistoso boxeador que perfectamente equipado entrenaba por los alrededores del pueblo.

Tampoco he olvidado mi primer día de clase en la antigua escuela de niños situada en el primer piso del edificio de propiedad municipal donde ahora está ubicado el Hostal. Ignoro las causas pero me gustaba aquel edificio de dos plantas. En la planta baja había dos puertas: una orientada hacia la Muela de San Juan por la que se entraba al toril, lugar donde se encerraba por las noches al “Navarro”, toro negro zaino, semental de la vacada formada por las vacas de cada uno de los vecinos del pueblo. Las mías se llamaban una Relojera y la otra Florida. También por esa puerta se accedía a una dependencia en donde, por algún tiempo, hubo instalado un motor de explosión Diesel Matacás que mediante una polea movía, sólo por las noches, una dinamo que producía la electricidad que alumbraba las casas. Cada vecino pagaba por el número de bombillas que tuviera instaladas en su vivienda, motivo por el cual en la mayoría sólo había una. Al final nos acostumbramos a aquel potente y molesto ruido que perturbaba nuestro descanso.

Por la otra puerta que daba a la calle que sube a la Iglesia se entraba al horno. La pequeña industria era explotada mediante subasta y en mis recuerdos aparece Antonio Marqués y su esposa María Martínez como los horneros de entonces.

El primer piso del edificio se dedicaba a escuela de niños y había otra dependencia destinaba a pósito de cereales al servicio de los agricultores.

No describiría del todo bien el edificio sin hacer mención a la pared que daba a la plaza, ya que la misma servía de frontón y aunque la calle era, y es, algo inclinada y llena de tierra y piedras, no eran motivos suficientes que impidieran a los muchachos y a los jóvenes  divertirnos jugando reñidas partidas de pelota a mano.

Decía antes que ignoraba las causas por las que me agradaba aquel edificio pero ahora las percibo evidentes: al acompañar a mi madre al horno me gustaba el bienestar de su cálido ambiente, el olor del pan recién cocido y el delicioso sabor de los mantecados y madalenas que ella hacía con esmero. Al ver entrar el toro al toril la imaginación y el temor removían mis sentimientos. La novedad del motor y la luz eléctrica me interesaban y la escuela me gustaba. El pósito era algo que no entendía pero me atraía una báscula que allí había y en la que nos pesábamos los niños, y por último el frontón era diversión y fiesta. Creo que son motivos suficientes para que aquel edificio gustara a los niños como yo.

La estructura social de entonces era mucho más heterogénea. En primer lugar porque habían muchos más habitantes y después  porque los servicios eran más amplios. En el pueblo vivía con su familia el secretario Victorino del Río, el practicante Pablo Rubio, los maestros Rafael Bea y Anita, el cura mosén Samuel Valero, el forestal Francisco Martínez, los herreros Vidal Soriano y Rufino Marqués, los carpinteros Ángel y Alejandro Sáez, el sastre Silviano Royo, el cartero Francisco Arauz, la estanquera Vicenta González, los comercios y tabernas de José Martínez “el cojo”, de Marina Soriano y de Francisco Lapuente, los peones camineros encargados de la conservación de la carretera y empleados de la diputación Manuel Lahoz, Ceferino Eraus y Mariano Lapuente, el alguacil Teodoro Lahoz, el sacristán Pío Chavarrías, el albañil y carpintero Fortunato Lazarán, maestro en su oficio, que enseñó la profesión a su sobrino José Pérez quien a su vez transmitió la noble actividad a sus tres hijos, José Vicente, Julio y Edmundo y a Francisco Lahoz y Damián Chavarrías, maestros todos ellos de la última generación de albañiles, sin olvidar por supuesto a todos los demás, quizá los más importantes, los que trabajaban la tierra y cuidaban los ganados, los creadores de la riqueza fundamental, aunque algunos de los nombrados compaginaban su oficio con la agricultura.

He leído varias páginas de Internet de otros pueblos cercanos al nuestro y siempre, al leerlas, me queda una sensación de tristeza, miseria y hasta desesperación por la dureza con que tratan aquella forma de vida.

A diferencia de lo que percibo en esas páginas, Griegos tenía  un muy bajo porcentaje de personas analfabetas y la alegría de sus gentes se manifestaba de muy diversas maneras. Las mujeres en sus casas y los hombres por los campos cantaban muy bien alegres jotas y pasodobles y la mayoría tenía un envidiable sentido del humor. En las rondas musicales, en los bailes de los domingos y fiestas de guardar y, sobre todo en las Fiestas Mayores, todos eran felices y los niños además de la completa libertad en que nos criábamos por las calles y los campos, con nieve o con calor, gozábamos esbarándonos en el hielo y tirándonos en la nieve, gozábamos jugando a los juegos tradicionales, gozábamos con nuestros perros, con nuestros gatos, con nuestros corderos, con nuestros becerrillos o con nuestros cabritos y también gozábamos entrando poco a poco en la modernidad al leer los libros de la pequeña Biblioteca municipal en la que sobresalían, para mi gusto, los libros de aventuras de afamados autores mundiales de la Colección Juvenil Cadete. Jugábamos al futbolín y al ping-pong, al ajedrez, a las damas y a la baraja, etc. en el salón parroquial y hasta descubrimos en cine mudo en aquel sitio. Y para escuchar la radio yo iba alguna vez a casa de Pedro Lahoz y Juana Lapuente que fue el primer matrimonio que tuvo aparato de radio.

¿Qué más podía desear un niño que vivía en aquel paraíso de la naturaleza? ¿Era nuestro pueblo y sus gentes diferentes a los demás?

Dejo al criterio del lector que viviera aquella época su opinión sobre la veracidad de lo aquí escrito. En  cualquier caso son mis recuerdos y las sensaciones vividas por mí las que narro con la mayor fidelidad de lo que he sido capaz.

 

José Juan Herranz Martínez

Abril 2011