LA CUEVA DEL TIO EMPORRETO



Fue allá por los primeros años del mil setecientos cuando llegó a Griegos un penitente que deseaba hacer vida de anacoreta retirado del mundo en el que había vivido y no muy correctamente. Dicen, que de joven se fue de gobernador a no se sabe qué sitio de las Américas, donde amasó una gran fortuna y se hizo dueño de muchas tierras obligando a los que allí vivían a trabajárselas como esclavos. Pero un día Dios le dio no se qué castigo y arrepentido de todo lo que por allí había hecho, repartió su hacienda entre las gentes que la trabajaba y se volvió a España para organizar su vida.

Llegó a Valencia y visitó a los Padres Franciscanos diciendo que quería hacer vida de penitencia por todo lo que había hecho, llevando vida de ermitaño en unas tierras alejadas del mundo. Como los Franciscanos le dijeron que en Teruel había lugares apartados donde realizar su deseo, se vino para Teruel. Se confesó con el padre Superior de ese convento y le entregó el dinero que le quedaba, a cambio de que le entregase un sayal y un cordón para vestirse. Una vez que se puso ese hábito de penitencia, le dijo el Padre Superior que él conocía un pueblo en lo más alto de la Sierra de Albarracin que se llamaba Griegos y que allí la gente era muy buena, tanto, que de mote eran conocidos por los habitantes de los pueblos de alrededor como "Los Capuchinos".
Por eso le aconsejaba que se fuera a Griegos porque allí estaría muy bien, pudiendo hacer la penitencia que deseaba.


Así pues, un buen día se presentó en Griegos aquel extraño hombre y nada más llegar fue a contar sus deseos al señor cura, que le recomendó situarse en esa cueva donde nadie habría de molestarlo. Y el domingo en la misa, le contó a la gente quien era aquel hombre que solo quería hacer penitencia por sus pecados y que cuando alguno le sobrara algo, podría llevárselo a este penitente que no tenía otra casa más que el hábito con que se cubría.No le costó mucho a la gente acostumbrarse a aquel hombre que nunca salía de la cueva y se mantenía rezando o leyendo la Biblia; pero como nadie sabía su nombre le empezaron a llamar El Emporreto, ya que tan pobremente vestía. Las mujeres se preocupaban de que nada le faltase y le llevaban un saquillo de lentejas o unas patatas y, en verano, alguna lechuga o judías verdes criadas en los pequeños huertos familiares. El, como nada tenía para devolverles el favor, les llenaba el saquillo de arena para que fregaran sus trastos de cocina y les decía: "Hermanas, polvo somos y en polvo nos convertiremos"


No le sabía mal que le llamaran "El Tío Emporreto" pues decía que como él no era sacerdote, ni fraile, ni persona principal, sino solamente un pecador, cualquier nombre le venía bien. No se paraba a hablar con nadie, y si el domingo cuando iba a misa, se tropezaba con alguien, solo le decía bajando la cabeza: "Quede con Dios, hermano".
Y cuando le llevaban algo a la cueva, solo aquello de que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Esas eran las únicas palabras que de él salían y por eso las gentes lo respetaban como a un santo.
Pero un día sintió que se moría, y escuchando las esquilas de un rebaño que por allí pasaba, empezó a gritar: "Hermano pastor, piedad" y el pastor entró a la cueva donde lo encontró tumbado, preguntó que le pasaba y él contestó que había llegado su última hora y que llamase al Mosén. El pastor salió corriendo y gritando a su paso: "el Tío Emporreto se muere" y al momento se organizó una procesión hacia la cueva, encabezados por el señor Cura que le llevaba el Viático y los Santos Oleos y cuando llegaron lo sacaron fuera de la cueva para que todos lo pudieran ver.
Una vez recibida la asistencia espiritual, él gritó: "Hermanos, que polvo somos y en polvo nos convertiremos" y torciendo la cabeza, se murió. Entonces apareció el carpintero con unas parihuelas para que lo llevaran a la Iglesia y hacerle el funeral, pero al dejarlo sobre ellas, pasó lo que nadie se podía esperar: dejaron el cuerpo sobre las parihuelas y al momento se quedó el hábito nada más, pues el cuerpo se había convertido en polvo que el viento se encargó de esparcir mientras que el ambiente se llenaba de un intenso olor a romero.


José Juan Herranz, 2009
(con palabras de Gregorio A. Gómez Domingo)


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